Nuestros abuelos no conocían los burgers, ni las pizzas ni la comida rápida. En la posguerra, lo más parecido a la fila del McDonald era la cola del racionamiento. Con nuestros padres la cosa mejoró. Se llegaba a fin de mes a base de esfuerzo, austeridad y de echar más horas que el reloj en el trabajo. Entonces beber Coca Cola o Mirinda era casi un lujo. Un litro de Casera para toda la familia y solo los domingos. El resto de días, agua para los niños, vino de garrafa para los padres y a juír. No había elegantes centros de mesa ni servilletas de papel de diseño. El centro de la mesa estaba reservado para esa gran cazuela que olía a gloria bendita. A su alrededor, la familia comía todos a una cada uno con su servilleta de tela.
Luego entramos en la UE (CEE entonces), nos hicimos más fuertes con la OTAN y más ricos con el leuro. Creíamos que teníamos 166 cuando solo teníamos 100. El resto era opulencia inflada, como las palomitas. Y nos sentíamos gente de taco. Y llegó la prosperidad, la modernización, la occidentalización y la globalización. Sin embargo, nuestros estómagos salieron perdiendo con la buena nueva. Los frigoríficos empezaron a poblarse de congelados, comida preparada, ketchup, mostaza y salsa barbacoa. En las despensas las cookies jubilaron a las marías. Los bocadillos de chorizo sucumbieron ante los bollicaos y la manteca colorá dejó paso a los cereales de aquel gallo con cara de carpeto. Daba igual. Lo importante era ser del club del G20. Por fin, desde que se perdió Cuba, pintábamos algo en el mundo. Un nuevo estatus que sin embargo acabó con aquella pausa casera de sentarse media hora tranquilos a dar buena cuenta de un plato de comida como Dios manda.
Hete aquí que llegó la recesión, un guantazo en la cara con la mano abierta que puso las cosas en su sitio, a millones de trabajadores en la calle y a las cuentas corrientes de los más listos a buen recaudo en los paraísos fiscales.
Pero al menos algo bueno hemos sacado de todo este mamoneo financiero que huele a gran timo de especuladores. Ahora, otra vez, de nuevo se ponen los pies en el suelo y se mira más por el dinero. Gastar en pamplinas vuelve a ser patrimonio de los ricos de toda la vida. Perdemos tiempo, -por desgracia porque a muchos nos sobra-, en hacer cosas que antes las comprábamos hechas. La moda vintage también ha llegado a la cocina; obligada por las circunstancias, pero ahí está. Nos ha llevado a recuperar una de las señas de identidad de la España de los 80: vuelven las papas fritas con huevo. Ni la movida madrileña, ni el tecno, ni las calzonas paqueteras de Maradona, ni las tetas de Sabrina, España en los ochenta era un gran plato de papas fritas con huevo, y a partir de ahí y un buen chusco de pan gravitaba lo demás.
Con él crecimos, aprendimos a mojar sopones en la yema y descubrimos por qué el aceite de oliva es oro líquido.
Lo teníamos ahí y no lo supimos ver. Hasta hace nada se comía casi por esnobismo, y aún reconociendo entonces que pocas cosas lo igualan, lo manteníamos en el ostracismo culinario más injusto, marginado solo a momentos de gran desavío. Ahora, años más tarde, la crisis nos hizo recobrar la cordura. Lo hemos rescatado del olvido, junto a sus hermanos mayores, los pucheros y los potages. A un precio al alcance de todos, con infinitas variantes y el sabor de los mejores años de nuestra vida. ¿Se puede comer algo mejor? Quizá sí, pero nada nos sabrá igual.