Se va el verano y la ropa de abrigo vuelve a tomar los armarios. Adiós a las chanclas y vuelta al mocasín. Los pies otra vez encadenados bajo el yugo del algodón. Retorna un drama interminable al día a día de nuestro vestuario. Aparecen de nuevo, como cada año desde tiempo inmemorial, esa media docena de calcetines singles, prendas solitarias que enviudaron por culpa de una mala praxis doméstica. Quizás fue en un lavado rápido, o en un viaje de fin de semana, o tal vez se separaron para siempre después de un planchado faraónico de sábado tarde lluvioso.
La mayoría de sus dueños se niegan a asumir la realidad: les ciega un extraño cariño. Siguen conservándolos a sabiendas de su error por si algún día el destino les devuelve su otra prenda gemela. Mientras tanto ahí están, sobreviviendo como pueden a la amenaza de convertirse en trapos para limpiar la cadena de la bici o cambiarle el aceite al coche del abuelo.
Solo pequeños brotes de esperanza alteran su monótona existencia. Mas no, ese calcetín que se rescata del fondo de la canasta de la ropa no es el mismo. Se parece, pero tiene rayas y es más fino. Lástima, y, para más inri, cuando aparece el izquierdo ya no se recuerda dónde se guardó el derecho.
Solos, sin pareja, olvidados en cualquier cajón, marginados en el hueco del ropero o camuflados en ese montón de ropa que circula de rincón en rincón del cuarto de la plancha. Así pueden estar años, décadas. Esperando a su hermano de fábrica, suspirando porque algún día su dueño lleve prisa y se lo ponga por despiste. Pero eso, si alguna vez sucede, solo ocurre en las bodas, los bautizos y las comuniones.