viernes, 28 de junio de 2013

A LA PLAYA, QUE TODAVÍA ES GRATIS


Ha llegado el verano y la crisis sigue pegada a la cartera como una lapa. La playa se ha convertido en la única tabla de salvación vacacional de los millones de españoles que han tenido que volver a tirar de arroz, garbanzos y macarrones para llegar a fin de mes. 
Siempre llena con el cartel de "no va más toallas". A quién le importa la calor y la arena pegajosa, el coñazo de cargar con los aperos del buen dominguero, el insortable olor a aliño de la ensalada del vecino, estar sentado a media cuarta de los pies de otro, las caravanas kilométricas o esos modelitos de baño pa denunciarlos a la Fiscalía por corrupción del buen gusto. 
Todo se aguanta. Y entonces, ¿por qué somos tan playeros? Por una simple cuestión genética. Estamos en España, el país del "me llevo este boli porque lo regalan, aunque en realidad ni pinta ni me hace falta". La playa gusta básicamente porque es gratis. No hay que pagar por usarla. Todavía, y a Dios gracias, a nadie de los de arriba se le ha ocurrido cobrar la entrada, ni se han inventado ninguna tasa de sostenibilidad litoral grabando el exceso de baño o de sol para los que se pongan morenos. 
El día que lo hagan, -si se cobra un euro por receta podría también cobrarse un euro por sombrilla-, la playa perderá su encanto y habrá que buscarse otro sitio donde campar libremente a nuestras anchas sin tener que rascarse el bolsillo ni rendir cuentas al fisco. 

miércoles, 12 de junio de 2013

LOS RECOGEPELOTAS DEL TENIS

Ni los ocho Roland Garros de Rafa Nadal ni las horas y horas de televisión contemplado su epopeya han servido para mover conciencias. Es hora ya de una vez por todas de romper una lanza en favor de los recogepelotas, los auténticos jornaleros del tenis. Estas criaturas sí que se merecen levantar una ensaladera, aunque sea de papas aliñás, porque se lo currán más que un becario japonés. Nobles, diligentes, educados y eficientes como ellos solos, aguantan sin despeinarse y con disciplina espartana las mil y una órdenes y tareas que desempeñan a velocidad supersónica durante un partido. 
Cuando la bola está en juego, tiesos y quietos ahí como una máquina de tabaco. Si la pelota se va al carajo, a por ella en 0,3. Cuando la tienen, raudos al rincón, pose hierática brazo en alto para que el jugador elija la buena y le tire la sobrera con desdén y sin mirar hacia dónde. 
Con el tenis moderno las obligaciones del recogepelotas se han multiplicado exponencialmente. Lo que antes era para ellos un respiro, -el cambio de campo-, ahora es un momento infernal, casi tan insufrible como la cola del paro en hora punta.  
En ese interminable minuto y medio, el tenista sufre una extraña metamorfosis y se transforma en consentido cliente de resort de 5 estrellas pero con peluco caro en vez de pulserita chillona. Comienza entonces el rosario de exigencias para tormento del recogepelotas: Que si el botellín de agua fría, el del Isostar rosa, la toalla, ponme el hielo por el cuello que no veas la que está cayendo en Melbourne, el plástico de la raqueta nueva, pélame el platanito, inclina más la sombrilla, tira esto a la papelera, dile al juez de silla de mi parte que me cago en sus muelas porque "la bola entró"... El día que estas criaturas se cansen, funden un sindicato y exijan un convenio colectivo, veríamos a ver qué pasa con los Grand Sland, los Master 1000 y la Copa Davis. Y luego dicen que el tenis ya no es un deporte de señoritos. Pues a veces lo parece.