Ha llegado el verano y la crisis sigue pegada a la cartera como una lapa. La playa se ha convertido en la única tabla de salvación vacacional de los millones de españoles que han tenido que volver a tirar de arroz, garbanzos y macarrones para llegar a fin de mes.
Siempre llena con el cartel de "no va más toallas". A quién le importa la calor y la arena pegajosa, el coñazo de cargar con los aperos del buen dominguero, el insortable olor a aliño de la ensalada del vecino, estar sentado a media cuarta de los pies de otro, las caravanas kilométricas o esos modelitos de baño pa denunciarlos a la Fiscalía por corrupción del buen gusto.
Todo se aguanta. Y entonces, ¿por qué somos tan playeros? Por una simple cuestión genética. Estamos en España, el país del "me llevo este boli porque lo regalan, aunque en realidad ni pinta ni me hace falta". La playa gusta básicamente porque es gratis. No hay que pagar por usarla. Todavía, y a Dios gracias, a nadie de los de arriba se le ha ocurrido cobrar la entrada, ni se han inventado ninguna tasa de sostenibilidad litoral grabando el exceso de baño o de sol para los que se pongan morenos.
El día que lo hagan, -si se cobra un euro por receta podría también cobrarse un euro por sombrilla-, la playa perderá su encanto y habrá que buscarse otro sitio donde campar libremente a nuestras anchas sin tener que rascarse el bolsillo ni rendir cuentas al fisco.
El día que lo hagan, -si se cobra un euro por receta podría también cobrarse un euro por sombrilla-, la playa perderá su encanto y habrá que buscarse otro sitio donde campar libremente a nuestras anchas sin tener que rascarse el bolsillo ni rendir cuentas al fisco.