Los devastadores efectos de la progresiva colonización de la despensa de esta especie invasora se ponen más que de manifiesto en esta instantánea cedida gentilmente por un damnificado |
Entran en casa directos al frigorífico, embalados en una bolsa usada del super bien sellada, generalmente con un nudo versión casera del haz de guía. Es esencial que no se salga la salsa. Cualquier fuga resultaría letal para la tapicería del coche, y, lo más traumático, podría echar por tierra la ilusión del mejor momento del día siguiente. Los taper prestados siempre son bien recibidos. No en vano, vienen cargados con una ración generosa de los guisos de la abuela, la madre, la suegra... esa bendita familia que no necesita ninguna estrella Michelín para que todo el mundo sepa que lo bordan en los fogones. A menudo resultan un cable que no tiene precio, especialmente los fines de semana de mañana resacosa, sobre todo para los que lo único que saben de cocina es apretar el botón del microondas.
Pero una vez cumplida su función, la cosa cambia radicalmente. El aclamado taper emprestao se convierte en un estorbo que siempre se olvida de devolver. Poco a poco va haciéndose fuerte en la estantería y se multiplica en número a razón de dos pucheros semanales. Cuando eso sucede, ese inofensivo utensilio inanimado se ha transformado ya en una especie invasora del ecosistema culinario, que se confunde y extravía a los tapers autóctonos. En un proceso no por lento menos dañino van copando cada vez más espacio otrora destinado a las tazas, el aceite o el azucarero. Primero la balda de abajo del mueble, luego el techo del microondas, después el frutero y, si no se pone freno a tiempo, se convierte en una auténtica plaga que coloniza con su estética dudosa los rincones anónimos de la casa, llegando incluso a provocar peligrosos aludes de cacharros que van directos a la cabeza de la víctima.
La invasión silenciosa de los tupperware es una pandemia a pequeña escala de difícil solución. El único antídoto conocido es el fregado en el lavavajillas, lento pero eficaz. Las pastillas y la cal los van deteriorando poco a poco hasta que los convierte en inservibles, bien porque se rajan, bien porque no cierra su tapadera y entonces, y solo entonces, sí que ya no hay excusas ni remordimientos para tirarlos de una vez por todas a la basura, en el contenedor amarillo, claro está.