viernes, 22 de febrero de 2013

LA INVASIÓN DE LOS TAPER

Los devastadores efectos de  la progresiva colonización de la despensa de esta especie invasora
 se ponen más que de manifiesto en esta instantánea cedida gentilmente por un damnificado

Entran en casa directos al frigorífico, embalados  en una bolsa usada del super bien sellada, generalmente con un nudo versión casera del haz de guía. Es esencial que no se salga la salsa. Cualquier fuga resultaría  letal para la tapicería del coche, y, lo más traumático, podría echar por tierra la ilusión del mejor momento del día siguiente. Los taper prestados siempre son bien recibidos. No en vano, vienen cargados  con una ración generosa de los guisos de la abuela, la madre, la suegra... esa bendita familia que no necesita ninguna estrella Michelín para que todo el mundo sepa que lo bordan en los fogones. A menudo resultan un cable que no tiene precio, especialmente los fines de semana de mañana resacosa, sobre todo para los que lo único que saben de cocina es apretar el botón del microondas.
Pero una vez cumplida su función, la cosa cambia radicalmente. El aclamado taper emprestao se convierte en un estorbo que siempre se olvida de devolver. Poco a poco va haciéndose fuerte en la estantería y se multiplica en número a razón de dos pucheros semanales. Cuando eso sucede, ese inofensivo utensilio inanimado se ha transformado ya en una especie invasora del ecosistema culinario, que se confunde y extravía a los tapers autóctonos. En un proceso no por lento menos dañino van copando cada vez más espacio otrora destinado a las tazas, el aceite o el azucarero. Primero la balda de abajo del mueble, luego el techo del microondas, después el frutero y, si no se pone freno a tiempo, se convierte en una auténtica plaga que coloniza con su estética dudosa los rincones anónimos de la casa, llegando incluso a provocar peligrosos aludes de cacharros que van directos a la cabeza de la víctima.
La invasión silenciosa de los tupperware es una pandemia a pequeña escala de difícil solución. El único antídoto conocido es el fregado en el lavavajillas, lento pero eficaz. Las pastillas y la cal los van deteriorando poco a poco hasta que los convierte en inservibles, bien porque se rajan, bien porque no cierra su tapadera y entonces, y solo entonces, sí que ya no hay excusas ni remordimientos para tirarlos de una vez por todas a la basura, en el contenedor amarillo, claro está. 

sábado, 16 de febrero de 2013

LA CICLOSTATIC, LA PERCHA MÁS DEPORTIVA


La ciclostatic es al ejercicio lo que una promesa electoral a un político: efímera, difusa, casi siempre incumplida y olvidada. La tozudez de los hechos, el infame dolor de huevos que produce se convierte en la primera de un océano de excusas para dejarla aparcada de por vida. Siempre hay algo más interesante que hacer, alguna obligación pendiente que surge justo a la misma hora programada para el pedaleo. El reluciente culote reforzado por la taleguilla del Decatlón se queda arrumbiado en el cajón con un solo lavado. Una lástima porque se veía que ahí había un tipito bueno por moldear. 
Al cabo de unas semanas, la ciclostatic se transforma en trastostatic, un armatoste desubicado imposible de colocar después a alguna amistad con la sana ambición de ponerse en forma. Con garaje el problema es menos serio. Pero en un piso de 70 metros, la cosa cambia. Además de que pesa como un muerto y no hay quien la mueva, se ponga donde se ponga siempre estorba. Y lo peor, se inicia una tormentosa relación amor-odio entre dueño y objeto, que a menudo termina con el cacharro colgado en E-Bay a un precio tirado por los suelos. Ni aún así nos libramos tan fácilmente de ella. 
Después de varios arrañazos en las espinillas y algún que otro golpe en la cabeza con el manillar de cuernos parece que a base de porrazos al fin se le encuentra una ubicación adecuada: el cuarto de la plancha. Allí está a salvo de las visitas con niños pequeños que acaban siempre subidos en ellas dando la lata. Resulta un alivio, al menos provisional, comprobar cómo en esta habitación por fin parece que el aparato encuentra utilidad y razón de estar, ahora transformado en una magnífica percha de diseño donde abrigos, toallas, camisas, batas y  muditas tienen su acomodo en esos días tontos en lo que no hay ganas de dejarlos bien colocados en el armario.





miércoles, 6 de febrero de 2013

EL RATÓN DE HIPERMERCADO: EL DESENLACE


Este auténtico paladín de la relación calidad-precio conoce a la perfección el entorno donde se mueve y, por descontado, a los fabricantes que están detrás de las marcas blancas (http://marcasblancas.wikispaces.com/).  Suele tener los oídos bien abiertos en la puerta de los colegios, los parques y los mercados, lo que le permite además mantenerse  al tanto de las nuevas promociones con asombrosa actualización en tiempo real. 
Una vez dentro del escenario de su compra, su instinto de cinturón apretado le lleva además a tener localizadas con precisión milimétrica cada una de las estanterías y productos por muy recónditos que pudieran parecer (el yogur Yoplait, la gelatina neutra o el coco rallado, por ejemplo). No miran nunca el reloj y no se van hasta que no ponen el último tachón con su boli Bic en su detallada lista impresa en papel cuadriculado. 
La palabra improvisación no cabe en su vocabulario. Su modus operandi, exhaustivo y riguroso, nada tiene que envidiar al de Tom Cruise en Misión Imposible. Ha desarrollado un sexto sentido para quedarse siempre en la cola que va más rápida y por su puesto, jamás pide bolsas. Trae las suyas y siempre las justas. Están medidas minuciosamente de manera que entren perfectamente en el maletero del coche dejando el hueco justo para el saco de patatas y la caja de leche.
Y una vez cumplido su objetivo, regresa a su cocina para aprovisionar la despensa, no sin antes examinar dígito a dígito el ticket de compra, algo que ya solo está al alcance de las señoras mayores con permanente. Entran en su vivienda siempre por el parking, a salvo de cualquier vecino indiscreto que pueda obtener cualquier información confidencial sobre su frigorífico, y desde allí con discreción organizan la maniobra de descarga. En cuestión de segundos, los bultos están bien colocados en la despensa y el ratón de hipermercado ya se ha puesto las babuchas de estar por casa, tranquilo, satisfecho por el ahorro conseguido, pero en guardia permanente esperando a que suene de nuevo la alarma de la alacena. 

EL RATÓN DE HIPERMERCADO: EL ORIGEN

Antes no era más que una rara avis, ahora, en la era del recorte, forma ya parte de la fauna habitual de nuestras compras. El ratón de hipermercado se ha convertido por mor de la crisis en una especie casi ya autóctona de los centros comerciales de alimentación. Su aspecto es quizá un poco desaliñado, a veces llevan chándal con zapatos y calcetines blancos-, pero tras esa fachada de estética vintage se esconde una auténtica computadora humana. Las apariencias engañan en este caso más que nunca, y aunque a la hora de decidirse por un producto y depositarlo en el carro pueden parecer lentos como koalas, su decisión final calla muchas bocas. Es el resultado de procesar cientos de miles de precios, toneladas de papeles de propaganda, decenas de ofertas,  descuentos y promociones hasta dar con la elección más económica. 
Lo que para muchos resulta una simple lectura de ascensor o incluso una forma de colapsar el buzón del vecino más antipático; para ellos los folletos del super resultan una herramienta imprescindible: está en juego la supervivencia hasta fin de mes. Las estrecheces de parado obligan a buscar, comparar con la competencia y, si se encuentra algo más barato, ¡tato a la cesta¡