Se ha perdido tanto la perspectiva que aceptamos como normales situaciones que rallan la ridiculez. No basta con que perfumen la casa con su olor corporal y la inunden de pelos, marquen la ruta del paseo diario, destrocen muebles a mordiscos, ahuyenten a las visitas, se acuesten en nuestra cama o se cepillen los cojines con total impunidad delante de los peques y se queden tan Panchos, como el de la Primitiva: "Animalito, el instinto".
Los perros acaban controlando los sentimientos de sus "amos". Solo necesitan poner carita tierna o levantar una pezuña para ganarse el enésimo comodín de la impunidad.
Ya quisieran algunos críos que sus padres fueran tan indolentes, atentos y cariñosos con ellos como lo son con el Kenny, el Yaki o la Nora. A los que salen a la calle a las tantas para sacar a la mascota y se llevan su bolsita para limpiar la mierdecilla habría que preguntarles cuántas veces se levantaron de madrugada para hacer un biberón o si alguna vez cambiaron un pañal con la caquita aún calentita de su bebé. Estremece comprobar con qué buen ánimo recogen las heces caninas algunos amos -si el "regalito" fuera humano, se les revolvería el estómago, seguro-.
Y encima agradecidos porque la limpian. Mejor ni hablar de cómo está la vía pública por culpa de los que miran para otro lado cuando su mascota riega un esquina para marcar su territorio o deja una buena mortelá en medio de la cera. Si una persona hace eso mismo en la calle, multazo gordo, con toda la razón. Entonces, ¿por qué se hace la vista gorda con los perros?
No estaría mal poner un poco de cordura en este mundo al revés. Hombre y can en armonía, pero cada uno en su sitio. Los perros gustan, pero educados y razonablemente domesticados. A los animales, quererlos y respetarlos, pero de ahí a atribuirles facultades humanas va un abismo. A veces la adoración extrema y los excesivos cuidados pueden ser también una falta de respeto para ellos.