Fin de semana muy temprano en agosto. Legañas en los ojos. Panadería recién abierta. "Sí, tengo los diez céntimos sueltos. Aquí tienes. Condió". Se activa la operación dominguero. En casa huele a tortilla de papas o a filete empanao, según menú elegido. Los más modernos se atreven con una ensalada de pasta, pero pa qué dieta si al final se traga uno todo lo que le ofrecen. Todo controlado, menos la misma duda de siempre a la hora de pertrechar la mochila: ¿Cuántos bocatas echamos?
La ciencia aún no ha podido responder esta pregunta. Da igual la cifra; impepinable, llegará uno de vuelta. El bocadillo sobrero sobrevive siempre el hambre playera, y mira que se devoran alimentos. Ya se sabe, el sol, la playa, la cervecita, el tinto, los bañitos, el calor, trasiego de tapers... hambre a destajo y si no hay se inventa, que es un día muy duro y se come siempre en postura inverosímil.
Recogemos, la basura al contenedor (necesitamos uno entero para toda la caterva). Los aperos al hombro. Pesan como un muerto. ¿Es necesario llevar y traer todo esto? Otra duda existencial. El niño rebozado en arena después de enjugarlo, el coche perdío, mojao y oliendo a marisma. Caravana y vuelta a casa. Se abren las bolsas para hacer inventario y ahí está bien escondío, se volvió a colar. No se sabe si porque se guardó en la bolsa equivocada o porque alguien lo quiso y le dio corte pedirlo, pero el bocata sobrero llega a casa intacto, como un pincel, aunque más recalentao que cuando salió y con el pan en textura chicle, claro. Junto con las llaves del coche, lo único que regresa sin un solo mordisco.
El problema llega después, porque nadie sabe qué hacer con él. Unos le sacan el pan y se cenan el embutido por la noche con picos y otros, los más hipócritas, lo meten en el frigorífico para "más adelante", como si no supieran que el pan envuelto en papel de aluminio al frío se pone pétreo casi al instante. En ese caso solo es cuestión de horas que ese stock de emparedado rehusado se quede cogiendo solera en el rincón más oscuro de la fresquera días y días, hasta que algún valiente se decide a tirarlo la basura. Aunque no siempre ocurre ese triste final. Si en casa vive la abuela, se lo acaba comiendo ella, sin rechistar, jugándose el tipo y su detadura postiza. "Aquí no se tira nada, que hay mucha hambre en el mundo, dice con la boca llena".
Domingo, playa, bocadillo sobrero que retorna a casa por verano... Es esa sensación de haber vivido esto antes o tal vez de haberlo visto en el programa ese de Callejeros alguna de estas noches con un ojo abierto y otro cerrado.