viernes, 16 de agosto de 2013

LOS JORNALEROS DEL REFRESCO


Sin ellos la playa no sería lo mismo. Sin su "Llevo la papa" o su "Cola Cola sin alcohol". Los vendedores veraniegos se han ganado el respeto y la admiración de los bañistas más comodones, los que además de pagar les dan un abrazo porque les ahorran un paseo sin chanclas hasta el chiringuito a 40º en pleno mes de agosto. 
Siempre están en el sitio exacto, a menos de 25 metros de la sed. No es extraño, en el tiempo de encontrar el sitio bueno, montar la sombrilla, colocar la toalla y protegerse con la crema, ellos ya han pasado por delante nuestra una docena de veces. Y eso que no van en boggies como los municipales, ni en zodiac marcando tableta como los chocorristas. Van tirando de un carrito de diseño casero con ruedas chungas de escuter 4x4 acopladas. Como en Madmax, el ingenio, la ergonomía y la mecánica al servicio de la supervivencia. Qué mérito tiene hacerse todos los días del verano un Dakar por la orilla a pelo, desafiando a la física con esas montañas de neveras, vestidos de blanco, -a menudo muy poluto-, y con una emblemática mariconera que, afortunadamente, va aumentado de peso a medida que aprieta la calor. 

miércoles, 14 de agosto de 2013

LOS INGENIEROS DE PLAYA

Muro playero construido en domingo de agosto con marea llena  al más puro estilo de  la arquitectura  faraónica egipcia

Ahora que está de moda eso de los récords absurdos y los top ten de cualquier chuminada, si existiera un ranking sobre actividades inútiles que se hacen en la playa para matar el tiempo, sin duda, el número uno lo ocuparía la absurda afición de algunos hombres lego (los que sacaban en la EGB un siete en pretecnología) de levantar un muro de arena  para parar el agua cuando sube la marea. 
La peonada que se hecha es de campeonato. Horas y horas dándole al cubo y la pala. Sin respiro, cual batidora en posición gazpacho, agachados con media hucha peluda al aire para tormento de los vecinos, peleándose con todos los peques de alrededor para que no pisen la montañita, marcando el territorio con esas chanclas de deo con pinta de jubilarse en breve que dan tan mala impresión y peor imagen al litoral español...
 ¿Tiene algún sentido acabar perdido de arena hasta los cataplines con tal de mantenerse firme en ese estéril desafío con la mar y no ceder espacio alguno a la crecida de las aguas? ¿No será mejor reconocer el error, admitir que se ha calculado mal la pleamar y recular con los bártulos diez metros más hacia arriba?
Para algunos bañistas tozudos, inasequibles al desaliento del ridículo, sigue mereciendo la pena perder la misma batalla año tras año. Les da igual quedar ante la comunidad veraneante como un pardillo cuando una ola inesperada en un certero golpe de realidad arrasa con todo: murito, toalla, merienda, la bolsa con la cartera y el móvil... 
Allá cada uno con sus hobbies, pero que sepan estos ingenieros chusqueros que lo de Moisés estuvo bien en sus tiempos, pero será difícil que se repita. Ya le ganamos demasiado terreno al mar, mejor darle un respiro, aunque sea respetando su espacio en una calita cualquiera.

domingo, 4 de agosto de 2013

EL BOCATA SOBRERO

Fin de semana muy temprano en agosto. Legañas en los ojos. Panadería recién abierta. "Sí, tengo los diez céntimos sueltos. Aquí tienes. Condió". Se activa la operación dominguero. En casa huele a tortilla de papas o a filete empanao, según menú elegido. Los más modernos se atreven con una ensalada de pasta, pero pa qué dieta si al final se traga uno todo lo que le ofrecen. Todo controlado, menos la misma duda de siempre a la hora de pertrechar la mochila: ¿Cuántos bocatas echamos? 
La ciencia aún no ha podido responder esta pregunta. Da igual la cifra; impepinable, llegará uno de vuelta. El bocadillo sobrero sobrevive siempre el hambre playera, y mira que se devoran alimentos. Ya se sabe, el sol, la playa, la cervecita, el tinto, los bañitos, el calor, trasiego de tapers... hambre a destajo y si no hay se inventa, que es un día muy duro y se come siempre en postura inverosímil.
Recogemos, la basura al contenedor (necesitamos uno entero para toda la caterva). Los aperos al hombro. Pesan como un muerto. ¿Es necesario llevar y traer todo esto? Otra duda existencial. El niño rebozado en arena después de enjugarlo, el coche perdío, mojao y oliendo a marisma. Caravana y vuelta a casa. Se abren las bolsas para hacer inventario y ahí está bien escondío, se volvió a colar. No se sabe si porque se guardó en la bolsa equivocada o porque alguien lo quiso y le dio corte pedirlo, pero el bocata sobrero llega a casa intacto, como un pincel, aunque más recalentao que cuando salió y con el pan en textura chicle, claro. Junto con las llaves del coche, lo único que regresa sin un solo mordisco.
El problema llega después, porque nadie sabe qué hacer con él. Unos le sacan el pan y se cenan el embutido por la noche con picos y otros, los más hipócritas, lo meten en el frigorífico para "más adelante", como si no supieran que el pan envuelto en papel de aluminio al frío se pone pétreo casi al instante. En ese caso solo es cuestión de horas que ese stock de emparedado rehusado se quede cogiendo solera en el rincón más oscuro de la fresquera días y días, hasta que algún valiente se decide a tirarlo la basura. Aunque no siempre ocurre ese triste final. Si en casa vive la abuela, se lo acaba comiendo ella, sin rechistar, jugándose el tipo y su detadura postiza. "Aquí no se tira nada, que hay mucha hambre en el mundo, dice con la boca llena". 
Domingo, playa, bocadillo sobrero que retorna a casa por verano... Es esa sensación de haber vivido esto antes o tal vez de haberlo visto en el programa ese de Callejeros alguna de estas noches con un ojo abierto y otro cerrado.