domingo, 28 de abril de 2013

TODO A LO GRANDE, PARA NO SER MENOS

Aunque fastidie reconocerlo, nada mejor que una crisis por derecho para acabar con ese ataque colectivo de histeria consumista que arrasaba con todo. En esta espiral del derroche, resultaba -y aún resulta- especialmente sangrante el capítulo de gastos dedicados a parabienes infantiles. Rousseau ya lo advirtió: "el mundo comenzó a desfasar cuando alguien dijo ´esto es mío´. Un día alguien fue el primero en parcelar su propia tierra. Poco después todos comenzaron a imitarle. ¿Por qué lo hicieron? La respuesta es: simplemente para no ser menos. Siglos después, ese "para no ser menos" intimida de tal forma en esta estúpida comunidad global que la gente es capaz de embarcarse en cualquier despilfarro con tal de no "decepcionar" al colectivo que impone y asume esa "costumbre", por muy absurda, extravagante o inasequible que pueda ser. De nada sirve que en petit comité todos reconozcan que las cosas se nos van de las manos. Lo importante es que, en este caso concreto, la criatura no se sienta inferior al resto siendo el protagonista de un evento de perfil bajo. Menudo error más nocivo para el bolsillo y, sobre todo, para la educación de los hijos, confundir sensatez con tacañería; filosofía propia; con insurrección antisocial.
Ahora que llega mayo, las Primeras Comuniones constituyen ejemplo de manual de esa obsesión por el dispendio desmesurado que nos invade. Queremos lo mejor para los pequeños. Y por eso,  ese día tan especial merece unos fastos faraónicos que estén a la altura. Vestuario, convite, agasajos... ¿acaso se casa la criatura? Al final del día, un reguero de bolsas de regalo desechas y el niño o la niña contentos haciendo inventario vestido de marinerito o de princesa infanta. Objetivo cumplido. A la mierda todo lo demás, incluidos los valores y las creencias. 
Este año quizá esta imagen no se repita tanto. Cuando no hay al menos se aprende a priorizar. Un traje mono y asequible y una fiesta-merienda casera con estrecheces, risas y carreras también tiene su encanto. ¿Estamos tontos o es que no sabemos que de siempre los niños se adaptan a todo, como nosotros? El bolígrafo blanco, el libro de firmas de recuerdo y ese vilipendiado diario de aspecto inmaculado recobrarán protagonismo. No hay problema, que algún regalo bueno siempre cae. Y Eurodisney aparcado, cogiendo moho para cuando vengan tiempos mejores, que con un buen Superhumor de Mortaleo y Filemón los pequeños se van a ir apañando de sobra.

domingo, 21 de abril de 2013

LOS ATLETAS DE PRIMAVERA

Como las moscas cojoneras, aparecen solo con el buen tiempo. Ha llegado la primavera y con ella adornan el paisaje callejero los atletas ocasionales, deportistas fijos discontinuos con muy malas hechuras o incluso a veces hechuras de contrahechos. A diferencia del deportista indefinido de toda la vida, a esta clase de atleta de quita y pon, que avanza por el asfalto con paso inquietante y muy mala cara, no les mueve su espíritu olímpico ni los hábitos de vida saludable. Su leitmotive es la venidera temporada de playas y su afán  por lucir palmito con el bañador nuevo a pie de barra del chiringuito.
La mayoría son devotos del Decatlón, un lugar de culto y peregrinación obligada como La Meca para los que buscan en el consumismo de prendas deportivas (qué daño ha hecho la crisis de los 40) una motivación que les impulse a retomar la actividad física de aquellos años de mocedad perdidos.  Una vez con la cesta llena, camino hacia a la caja, la música de Rocky Balboa empieza a sonar en la mente. Es la señal. Suena el pistoletazo de salida.
Al día siguiente, media hora después de empezar a vestirse, porque aún no se le ha  cogido el truco al brazalete del Mp4, se inicia el desafío. No es fácil arrancar, y menos después de ver a alguien ponerte el culo en pompa a medio metro en el calentamiento y sobre todo cuando un atleta 20 años mayor y con un  estilo lamentable, les adelanta como un rayo en los primeros 100 metros de carrera. Mejor centrarse en uno mismo y distraer el cansancio. Ayuda mucho el Isostar y más aún fijarse en los distintos modelitos y distraer la mente de la falta de oxígeno.
Existen un sinfín de arquetipos en esta kilométrica pasarela del deporte ocasional. El pijo que va todo de marca para correr solo diez minutos y marcharse después al cóctel; el que no se entera que con 120 kilos esas mallas con un peo serán explosión segura; el alma gemela de gustos y de cartera que lleva la misma ropa del Decatlón y hay que hacerse el tonto cuando se cruza; el popular que nos despega las pegatinas con esa camiseta florescente de la última carrera; aquel señor mayor vestido con una indumentaria de Cuéntame (Camiseta Moscú 80); la pareja de guapos cachas de culo respingón; el osito peludo que se empeña en llevar tirantes a pecho descubierto; la gachí buenorra que va con sus perros; el que tira de fondo de armario sin complejos y corre vestido igual que si fuera a pintar su casa, incluidos esos horribles calcetines, y el futbolista frustrado que combina una camiseta del Cádiz con unas calzonas de la Roma y unas medias del Manchester y se queda tan pancho. 
Lo peor de todo es que después de soportar esas horribles agujetas fruto de varios cientos de segundos de esfuerzo, de cuatro o cinco abdominales y de media docena de flexiones pocos son los que consiguen librarse de esa barriga cervecera tan molesta solo en verano. Y los que lo logran, lo echan todo a perder con la primera barbacoa veraniega. Tanto esfuerzo para tirarlo después por la borda con unas chuletitas o una costillas bien de tocinito. ¿Merece la pena toda esta parafernalia para condenarse poco después con una ristra de chorizos al infierno? La respuesta es sí, pero solo un par de meses al año.

martes, 9 de abril de 2013

EL RETORNO DE LAS PAPAS FRITAS CON HUEVO

Nuestros abuelos no conocían los burgers, ni las pizzas ni la comida rápida. En la posguerra, lo más parecido a la fila del McDonald era la cola del racionamiento. Con nuestros padres la cosa mejoró. Se llegaba a fin de mes a base de esfuerzo, austeridad y de echar más horas que el reloj en el trabajo. Entonces beber Coca Cola o Mirinda era casi un lujo. Un litro de Casera para toda la familia y solo los domingos. El resto de días, agua para los niños, vino de garrafa para los padres y a juír. No había elegantes centros de mesa ni servilletas de papel de diseño. El centro de la mesa estaba reservado para esa gran cazuela que olía a gloria bendita. A su alrededor, la familia comía todos a una cada uno con su servilleta de tela.
Luego entramos en la UE (CEE entonces), nos hicimos más fuertes con la OTAN y más ricos con el leuro. Creíamos que teníamos 166 cuando solo teníamos 100. El resto era opulencia inflada, como las palomitas. Y nos sentíamos gente de taco. Y llegó la prosperidad, la modernización,  la occidentalización y la globalización. Sin embargo, nuestros estómagos salieron perdiendo con la buena nueva. Los frigoríficos empezaron a poblarse de congelados, comida preparada, ketchup, mostaza y salsa barbacoa. En  las despensas las cookies jubilaron a las marías. Los bocadillos de chorizo sucumbieron ante los bollicaos y la manteca colorá dejó paso a los cereales de aquel gallo con cara de carpeto. Daba igual. Lo importante era ser del club del G20. Por fin, desde que se perdió Cuba, pintábamos algo en el mundo. Un nuevo estatus que sin embargo acabó con aquella pausa casera de sentarse media hora tranquilos a dar buena cuenta de un plato de comida como Dios manda. 
Hete aquí que llegó la recesión, un guantazo en la cara con la mano abierta que puso las cosas en su sitio, a millones de trabajadores en la calle y a las cuentas corrientes de los más listos a buen recaudo en los paraísos fiscales. 
Pero al menos algo bueno hemos sacado de todo este mamoneo financiero que huele a gran timo de especuladores. Ahora, otra vez, de nuevo se ponen los pies en el suelo y se mira más por el dinero. Gastar en pamplinas vuelve a ser patrimonio de los ricos de toda la vida. Perdemos tiempo, -por desgracia porque a muchos nos sobra-, en hacer cosas que antes las comprábamos hechas. La moda vintage también ha llegado a la cocina; obligada por las circunstancias, pero ahí está. Nos ha llevado a recuperar una de las señas de identidad de la España de los 80: vuelven las papas fritas con huevo. Ni la movida madrileña, ni el tecno, ni las calzonas paqueteras de Maradona, ni las tetas de Sabrina, España en los ochenta era un gran plato de papas fritas con huevo, y a partir de ahí y un buen chusco de pan gravitaba lo demás. 
Con él crecimos, aprendimos a mojar sopones en la yema y descubrimos por qué el aceite de oliva es oro líquido. 
Lo teníamos ahí y no lo supimos ver. Hasta hace nada se comía casi por esnobismo, y aún reconociendo entonces que pocas cosas lo igualan, lo manteníamos en el ostracismo culinario más injusto, marginado solo a momentos de gran desavío. Ahora, años más tarde, la crisis nos hizo recobrar la cordura. Lo hemos rescatado del olvido, junto a sus hermanos mayores, los pucheros y los potages. A un precio al alcance de todos, con infinitas variantes y el sabor de los mejores años de nuestra vida. ¿Se puede comer algo mejor? Quizá sí, pero nada nos sabrá igual.