Traen la alegría a los baños y las terrazas lavadero con esa estética rural y ese color a naturaleza viva con aroma de aquellos campos de Castilla. Imposible saber cuántos calzones y braguitas bien currados han cobijado en lugar discreto mientras se abría el próximo turno de lavadora. La cesta de mimbre se apaga poco a poco, en silencio, como la inexorable cuenta atrás de un contrato temporal que llega a su fin en 15 días sin que la empresa tenga interés alguno por renovarlo. Es una muerte lenta y discreta, desapercibida. Después meses sumida en el más profundo ostracismo doméstico, un barrido ocasional nos golpea con la noticia.
La escoba nos descubre la realidad escondida. Varias hebras sueltas e inertes yacen en el suelo junto a su cesta madre. Es la prueba irrefutable de que algo va mal. Se descuajaringa sin remedio. Se ha puesto en marcha el cronómetro de su final en una lastimosa agonía con fecha de caducidad. A medida que pasan los días nuevas hebras van cayendo y van dejando al descubierto la dañada estructura cada vez más convexa de nuestro mobiliario de los 20 duros, que pierde masa y forma por momentos. Tratamos sin éxito de recomponerla. Cualquier intento es estéril. No hay rama alguna de la FP que enseñe la artesanía cestera, eso no se aprende en la era global.
Ahora sí que se echa de menos esos reportajes regionales del NODO sobre menesteres que se van perdiendo. Y como pasa en la vida, solo apreciamos las cosas un instante, el minuto que dura el camino desde casa hacia el punto limpio, donde le decimos adiós para siempre. Se nos fue, aunque la pena es pasajera. Tarde o temprano llegará otra más joven y robusta que tomará su lugar. La ingratitud consumista disimula el olvido.
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